Algunos vinos, como los envejecidos en barricas de roble tostado,
saben bien, cuando tienen un toque de humo. Pero demasiado humo puede
arruinar el sabor. A medida que el clima se calienta y aumentan la
frecuencia y la intensidad de los incendios forestales, las partículas
contaminantes que se desprenden durante ellos pueden afectar a los
viñedos y ser absorbidas por las plantas, lo que confiere un sabor
desagradable al vino. Los incendios que tuvieron lugar en Australia
entre 2006 y 2007 ocasionaron pérdidas de entre 60 y 70 millones de
dólares en vino solo en el estado de Victoria, y los de este año en
EE.UU. dañaron las uvas de Oregón y del estado de Washington.
Poco se sabe acerca de los procesos bioquímicos que provoca el humo
en el vino. Para añadir más misterio, las notas ahumadas no siempre se
perciben en las propias uvas, pero a veces sí llegan al producto final.
Las investigaciones recientes aportan algunos datos que ayudan a
explicar lo que sucede. En un estudio publicado el pasado julio en
Journal of Agricultural and Food Chemistry, Wilfried Schwab, experto en
química alimentaria en la Universidad Técnica de Múnich, y sus
colaboradores identificaron un tipo de enzimas de la vid denominadas
glucosiltransferasas, que unen las moléculas del humo a los azúcares de
las uvas. Ello crea unas sustancias llamadas glucósidos, que son
difíciles de percibir pero que pueden ser degradadas por la levadura
durante la fermentación, lo que libera las notas de ceniza que estropean
el vino.
El descubrimiento permite plantear algunas soluciones que podrían el
problema. Una opción consistiría en cultivar o aislar cepas de levadura
que no degradaran los glucósidos. Otra estrategia sería desarrollar una
sustancia que desactivara las glucosiltransferasas y pudiera rociarse en
las vides. Ello evitaría que los azúcares se unieran a los sabores
acres en la planta, comenta Markus Herderich, del Instituto de
Australiano de Investigación Vinícola, que no participó en el trabajo de
la Universidad de Múnich. Los científicos también podrían hallar cepas
de uva que, de forma natural, contuvieran bajos niveles de
glucosiltransferasas, o incluso modificar genéticamente las plantas para
que carecieran de esas sustancias. La búsqueda de soluciones está en
marcha, apunta Schwab.
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