En 1953, Edmund Hillary y Tenzing Norgay
conquistaron los 8.848
metros del Everest y ya tuvieron que pisar desperdicios
por el camino. Desde que, tres años antes, Nepal había autorizado a los
extranjeros a explorar la inédita cara sur de la montaña, la basura se
acumulaba en sus campos estratégicos. En el collado sur, a 8.000 metros de
altura, podían verse todos los desperdicios. Más de 60 años después, tras cientos de
expediciones a la montaña más elevada de la tierra, el collado es el vertedero
más elevado del planeta, un lugar en el que entre bombonas de oxígeno
desechadas, cartuchos vacíos de gas, estacas de nieve y plásticos puede
contemplarse el cadáver de un alpinista colocado en posición fetal. El Gobierno
de Nepal ha lanzado ahora la Operación Limpieza de la afeada cara de su
montaña fetiche.
Hasta la fecha, cada alpinista tenía la
obligación de presentar a su oficial de enlace la basura generada en altura.
Pero entre la desidia de estos y la desfachatez de muchos escaladores, el
Everest apesta. Por ello, el Ministerio de Cultura y Turismo de Nepal ha
decidido que cada escalador deberá bajar ocho kilos de basura del Everest. En 2008,
los serpas que trabajan para la
Eco Everest Expedition han desalojado de la montaña 15
toneladas de basura, 600 kilos de desechos orgánicos y los cuerpos sin vida de
seis escaladores que llevaban años a la vista.
Mingma Sherpa, el primer nepalés en escalar los
14 ochomiles y una auténtica leyenda en su país, no tiene claro que la medida
pueda funcionar: “Lo que no sabemos es quién va a encargarse de hacer el
recuento de la basura, quién va a controlar que esa basura proviene de los
campos de altura y no del campo base, donde es muy fácil recogerla”.
Las autoridades de Nepal
estiman que cada alpinista genera algo menos de seis kilos de basura sin contar
con las botellas de oxígeno y los residuos orgánicos. Quien no entregue su
cantidad de basura asignada (8 kilos) recibirá una multa o la confiscación del
depósito de la expedición, que asciende a unos 2.900 euros.
En la práctica, cualquiera que pague por escalar
el Everest deberá bajar al menos tres kilos de una basura amontonada en sus
laderas durante años de dejadez. Cuesta mucho imaginar a los clientes de las
grandes agencias internacionales de guías hacer un alto en el camino de
descenso para arrancar cerca de tres kilos de inmundicia de entre la nieve y el
hielo, y eso sin contar con las bombonas de oxígenos vacías que deberían
acarrear y cuyo peso en vacío por unidad es de 2,5 kilos. No cuesta mucho
imaginar que serán sus serpas quienes deban hacerlo por ellos y que en muchos
casos pagarán encantados la multa con tal de no bregar con desechos ajenos.
Las autoridades estiman que podrán recoger algo
más de seis toneladas de residuos anuales.
Esta montaña dejó de ser un asunto de montañeros
para convertirse en un negocio. De todas formas, sería injusto achacar las
toneladas de porquería en sus laderas a un tipo de persona ajena al mundo de la
montaña. Los primeros visitantes del Everest eran alpinistas vocacionales y eso
no impidió que se acumularan las primeras capas de porquería.
Por todo esto, las autoridades de Nepal suspiran
por desterrar de su Everest al típico aspirante adinerado, pero incapaz, para
animar a los verdaderos montañeros. Por este motivo, el precio del permiso se
verá rebajado de 18.000 a
8.000 euros.
Por último, la policía tendrá sus propias
dependencias en el campo base. Dipendra Poudel concretó recientemente el
carácter del destacamento: “Estará formado por nueve efectivos, tres de cada
uno de los tres cuerpos del ejército, la policía y la policía armada”. Para evitar incidentes.
En 2010, Simone Moro, poco después de conquistar
el Gasherbrum II en invierno, y pese a la tormenta que se echaba encima de él y
de sus dos compañeros, Urubko y Richards, se llevó basura encontrada de otras
expediciones. Minutos después, un alud sepultó a sus dos compañeros, dejándole
milagrosamente al margen, lo que le permitió salvarles la vida: “Siempre he
creído que la montaña tuvo un gesto conmigo por haberla limpiado un poco”.
Fuente: El País
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