El vertido de Aznalcóllar en 1998 fue
de los 59 grandes accidentes ecológicos de la minería en todo el mundo, y el
mayor de Europa. Si se añade el hecho de que se produjera en un lugar tan
valioso y sensible como el entorno de Doñana, merecería figurar en la lista de
los principales siniestros medioambientales de la historia, al menos de los que
no han ocasionado víctimas humanas. Y quizá sea esta última circunstancia la
que termine haciendo olvidar el pasado; 17 años después del desastre, ahora se planea la reapertura de la mina a cargo de un
nuevo operador.
Pero
es el propio suelo de Aznalcóllar el que aún no ha borrado el desastre por
completo. Un nuevo estudio elaborado por investigadores de
las Universidades de Granada y Almería revela que aún existe una pequeña
proporción de suelos afectados por altos niveles de acidez y de metales pesados
como arsénico, plomo, cobre y cinc. Según los científicos, estos focos pueden
extender la polución a su entorno, como lo demuestra el hecho de que un 20% de
los suelos analizados aumentaron su nivel de contaminación en 2013 debido a la
dispersión de los metales.
La
pesadilla de Doñana comenzó el 25 de abril de 1998, cuando la presa de la balsa
de decantación de la mina, se rompió liberando 4,5 millones de metros cúbicos
de agua ácida y lodos tóxicos. El vertido afectó a una superficie de más de
4.600 hectáreas en la cuenca del río Guadiamar y de su tributario, el Agrio,
los últimos grandes aportes de agua que recibe el Guadalquivir por su margen
derecha antes de su desembocadura en las marismas de Doñana.
De
inmediato se puso en marcha una de las mayores operaciones de remediación de
suelos jamás emprendidas en Europa, con el concurso de maquinaria pesada que se
encargó de retirar lodo y suelo después del accidente y de nuevo al año
siguiente. Las medidas fueron muy efectivas y más del 90% de los suelos están
recuperados.
El
nuevo muestreo que ahora se publica, realizado en 2013, revela que la limpieza
no culminó en una restauración completa. En muchos casos había más de un metro
lodo sobre el suelo, que entró en fase acuosa e impregnó el suelo en
profundidad.
El resultado es que un 7% del total de los suelos de
la zona alta del corredor verde del Guadiamar, la más próxima a la mina, mantiene altos niveles de acidez y de metales
pesados. Las zonas contaminadas son fácilmente reconocibles: parches
desprovistos de vegetación.
Estos
focos de contaminación no ponen en peligro el ecosistema de Doñana, ya que en
su gran mayoría se sitúan a más de 40 kilómetros aguas arriba de las áreas
protegidas. El papel depurador del suelo y la dilución natural del río
Guadiamar impiden que los contaminantes lleguen al entorno de las marismas en
concentraciones alarmantes. Sin embargo, existe un riesgo potencial para la
población.
La
solución debería centrarse ahora en la aplicación de medidas más finas, como
las técnicas de biorremediación. Estos métodos se basan en la capacidad de los
seres vivos, sobre todo los microorganismos, de degradar o retirar del medio
los productos contaminantes.
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