Hay sustancias que no pueden ser empleadas a no ser que su nivel de riesgo sea irrelevante. Pero no está claro cómo se define ese concepto; hay criterios diferentes”, explica Emanuela Bozzini, experta de la Universidad de Trento y autora de varios estudios sobre la regulación europea.
El proceso consta de dos niveles de decisión. La UE aprueba las sustancias activas que pueden utilizarse en los cultivos europeos, basándose en los estudios de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria y con la colaboración de los organismos nacionales. Una vez la sustancia activa es considerada apta, corresponde a cada Estado miembro dar el visto bueno al producto final (la marca que se comercializa) que puede emplearse en su territorio. Como muestra de que el nivel de celo es cada vez mayor, Bruselas argumenta que el número de sustancias permitidas ha caído a la mitad, desde las 1.000 que se empleaban hace 25 años hasta unas 500 en la actualidad. Y el 25% de ellas son consideradas de bajo riesgo porque restringen el componente químico y lo sustituyen por extractos de plantas o feromonas de insectos.Pero las especificidades de cada país llevan a descolgarse de la norma con mayor frecuencia de la deseable. Las excepciones a la prohibición general de utilizar determinadas sustancias activas han pasado de ser 59 en 2007 a casi 400 el año pasado. “Hay muchas que se otorgan sin justificación”, argumenta Pavel Poc, diputado socialista integrante de una comisión especial que ha constituido el Parlamento Europeo para abordar este problema. Además, los países no fomentan tanto como debieran el empleo de sustancias alternativas —menos invasivas— pese a que una directiva de 2009 les obliga a hacerlo. Solo entre el 1% y el 13% de los productos avalados por los reguladores nacionales están libres de químicos, según datos de la Comisión Europea.
Otra cosa es el efecto que esas sustancias puedan generar en la salud. Los Estados miembros “tienen dificultades para recopilar datos precisos sobre impactos crónicos en la salud vinculados a los pesticidas”, según recoge un reciente estudio de la Comisión sobre cómo se aplican las reglas en los diferentes países.
Lo paradójico es que la inquietud ciudadana respecto al impacto de los pesticidas en la salud se acentúa en el momento en que más se vigilan esos riesgos. El Ejecutivo comunitario pretende incluir la sostenibilidad de los cultivos como uno de los elementos que definan la Política Agraria Común, lo que le otorgaría mucha más relevancia pública. Y al hilo de la polémica del glifosato, el Parlamento Europeo evalúa, hasta final de año, los procesos de autorización de los pesticidas. En esta línea de mayor precaución, la UE decidió el pasado viernes prohibir totalmente el uso al aire libre de tres insecticidas muy extendidos por el riesgo que representan para las abejas silvestres.
Casi todas las fuentes consultadas coinciden en que la controversia generada en torno al glifosato revela más una preocupación general hacia la exposición a sustancias tóxicas que una objeción hacia esta en concreto. “El escándalo de los papeles de Monsanto [una investigación que apuntaba a presiones de esta multinacional sobre la autoridad europea que aprueba las sustancias] muestra que el problema con la autorización del glifosato va mucho más allá, que hay influencias en el proceso de decisión y en la investigación a una escala sin precedentes”, sostiene el diputado checo Poc.
La industria, que prefiere denominar a los pesticidas productos fitosanitarios, opone que dedica a la investigación buena parte de sus recursos y que los procesos para obtener autorizaciones son largos y tortuosos. “Se requieren 150 estudios y 11 años de media para llegar a comercializar el producto”, detallan fuentes del sector. Las empresas se saben bajo la lupa en un debate que ha adquirido tintes más políticos que científicos. El propio presidente francés, Emmanuel Macron, aboga por prohibir el glifosato en Francia, pero al mismo tiempo abre la puerta a las excepciones. Una estrategia para contentar a todos en un dosier envenenado.
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