
En la conferencia de la FAO (agencia de la ONU para la alimentación y la agricultura) para América Latina y el Caribe resulta difícil encontrar un ministro, embajador o canciller que no saque a colación el cambio climático. Imposible, si son delegados de alguna de las islas caribeñas. "Nuestros agricultores son pequeños productores familiares, que sufren constantemente sequías, lluvias, huracanes... Y cuando pierden el 80% o el 90% de sus cosechas, se convierte en un gran problema", explica Ezechiel Joseph, ministro de Santa Lucía, otro Estado insular.
Esa ayuda económica serviría —o servirá, según los más optimistas—para transformar un actividad productiva en decadencia en un sector agrícola climáticamente inteligente (variedades más resistentes a la escasez o el exceso de agua, técnicas para aprovechar la misma...), en diversificar la producción, reforzar las instalaciones ("nada aguanta un huracán de nivel 5, pero al reconstruir establos y granjas debemos prepararlas para uno de nivel 3", decía el dominiqués Drigo), introducir tecnología para predecir, prevenir y curar...
A la espera de aportaciones, los países empiezan a poner de su parte, y piden a los agricultores y ganaderos que hagan lo propio. "Por eso, una de las cosas más urgentes es garantizar y aclarar la propiedad de la tierra", argumentaba Clarence Rambharat, ministro de Trinidad y Tobago. "Solo los agricultores que tengan claro que el terreno será suyo durante largo tiempo invertirán tiempo y dinero en prepararse para los efectos del cambio climático", razonaba. Y, según han coincidido los presentes, cada día que pasa aumenta el riesgo. Porque, como exponía crudamente Alpuche, de Belice, la pregunta ya no es "si" algún huracán, inundación o sequía arruinará las cosechas, sino "cuándo lo hará".
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